Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
La sociabilidad es la condición primera del progreso de la humanidad; es
una especie de instinto que hace desde remotos tiempos que la familia, la
tribu, el pueblo, la ciudad busquen la reunión del esfuerzo común como factor
indispensable en la conservación de la especie, y para sumar las utilidades y
ventajas de la asociación humana. Así, la familia creó afectos profundos, derechos
y deberes indispensables a la existencia. Aquí comenzó a hacerse presente el
altruismo mezclado con el amor al emplear los padres su vida, sus recursos, sus
anhelos, los sacrificios maternos para criar y educar a sus hijos. Si de la
familia pasamos al pueblo, a la ciudad, a la nación, hay ahí un instinto
general, bajo cuyo imperio el hombre es impulsado hacia el hombre; busca su
vecindad, porque la soledad es un cautiverio que entristece la mente y aniquila
toda idea útil, anula las costumbres, endurece el espíritu y lo hace huraño a
todos los incentivos que procura la asociación, le sustrae simpatías y
sentimientos, alegría, todo lo cual parece una especie de contagio irresistible
que se hace sentir en todos los individuos que forman la asociación.
Y luego, constituida la sociedad humana, el hombre tiende a las
distinciones, al poder, a los títulos, al rango social, a la riqueza, a la
gloria por los méritos y el talento, a la bonanza que procura el trabajo, como
necesidades sociales inherentes a la humana naturaleza. Surgen, enseguida,
pasiones nobles como el patriotismo, el heroísmo, la caridad, la abnegación,
el sacrificio que han ennoblecido el espíritu humano y lo han llevado a
realizar todas esas obras de caridad y beneficencia que son manifestaciones
sublimes del más acabado altruismo. Gracias al espíritu de éste los siglos XIX
y XX han esparcido las más nobles enseñanzas, han glorificado las batallas del
derecho, de la libertad, las ejecutorias de la justicia, realizando los
descubrimientos más portentosos, las empresas de utilidad pública y exaltado
las virtudes cívicas como elementos de la libertad de los pueblos.
Y gracias a este desenvolvimiento del espíritu humano apareció el
altruismo de un Washington que no fincó sus glorias en las proezas militares,
sino en hacer libres y felices a los pueblos; apareció el altruismo de un
Bolívar que creó la democracia y el amor a la nueva patria; sacrificó sus
intereses, su familia, expuso mil veces su vida, conjuró la ingratitud y la
traición, improvisó, tropas, jefes y oficiales, rehusó honores y riquezas y de
victoria en victoria fundó al fin la libertad de cinco Repúblicas, y vino a morir
a Santa Marta sin tener segunda camisa que ponerse. Estos dos ilustres varones
son la gloria del Nuevo Mundo, honor del género humano, personajes insignes que
figurarán en las páginas de la historia entre los más grandes de todos los
pueblos y de todos los tiempos. Altruistas fueron Vicente de Paúl, Francisco de
Sales, Carlos Borromeo que auxiliaron a los pobres desvalidos, predicaron las
virtudes, exaltaron el amor a la humanidad y pasaron su vida consagrados al
servicio de todos los hombres.
Altruistas fueron aquellos eximios varones, en época de oscurantismo,
opresión e intolerancia, los Lope, Calderón, Rioja, Góngora, Quevedo, Herrera,
Tirso, Alarcón, Cervantes, Santa Teresa, Fray Luis de León, Feijoo, Saavedra, que
adelantándose a nuestro tiempo, en medio de un pueblo sin adelanto, sin luz,
crearon, no obstante para la nación española un mundo de genios, de arte, de
ciencia, de virtudes, una literatura excelsa, claridades de libertad,
sentimientos heroicos que hicieron de España la nación legendaria del valor y
de la audacia. Altruista fue Lincoln que luchó por la libertad de 7 millones de
esclavos.
Las pasiones afectivas en el hombre están ligadas por apetitos
conservadores y defensivos por un intermediario peligroso: el amor de sí o
egoísmo, pasión innoble que absorbe todo el ser del individuo; para él no
existe la humanidad, para él sólo existe la gloria, el bienestar, la riqueza, los
honores, y erige así, en su interior, un altar a esa deidad rastrera y vil que
se llama la idolatría de sí mismo. En esa ara sacrifica en favor de la
satisfacción de sus sentidos, oficia por la ambición y la avaricia. Este egoísmo
hizo de Julio César un esqueleto con su calvicie prematura; las ansias de oro
transformaron a Harpagón y Aulurario, sátrapas humanitarios, en seres
enclenques, enfermizos, envejecidos.
Las consecuencias deletéreas y desastrosas del egoísmo, en la sociedad
alcanzan proporciones inmensas. Las naciones corroídas por ese germen fatal y
devorador, relajan todos, los lazos de unión, de bien estar, de amor social;
ese egoísmo estúpido es el que fomenta la discordia, el servilismo, la pérdida
de todo sentimiento digno. La grandeza de un país no consiste tanto en la
abundancia de sus riquezas, ni en el esplendor de las artes, de la industria o
del comercio, sino en la abnegación de sus conciudadanos, en la probidad de sus
jefes, en la alianza de todos los esfuerzos, para contribuir al
engrandecimiento de la nación y darle a esta toda la pujanza contra la opresión
extraña. La ambición de mando y riquezas, egoísmo político, ha causado inmensos
males en algunos pueblos de nuestra raza. El egoísta social es peligroso por su
indiferencia para el bien general, para el impulso de todo progreso, para
cooperar con los demás en los días de infortunios, catástrofes, para dar su
óbolo en las obras de caridad, en las empresas, nobles del deber nacional,
cuando la patria está en peligro.
El egoísmo ha llegado en la época presente, como dice un notable
pensador, a ser un espectáculo desconsolador; no se oculta, se ostenta. No es
tenido por pasión vergonzosa, sino por cualidad legítima y aun estimable. Y así
lo vemos practicar por naciones civilizadas en las empresas más inicuas por
favorecer los más sórdidos intereses; los pueblos al parecer unidos por la
conveniencia política y la generosidad, se hacen una guerra económica vinculada
en los intereses; dentro de cada país los productores y monopolistas se
disputan los beneficios de la protección oficial para aniquilar la competencia
y dar pábulo a la más desenfrenada codicia.
Tal es el mundo de pasiones que agita el egoísmo bajo sus diversas formas y que parecido a ese fuego central del orbe que disloca y estremece sus entrañas, arroja también en la sociedad la lava candente que destruye pueblos y naciones.