Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
Grave y trascendental cuestión es la de la inviolabilidad de la vida
humana, más para ser tratada de lo alto de la cátedra jurídica, que del humilde
pupitre de un didáctico o filósofo, cuyo fondo de erudición solo puede
derivarlo de las enseñanzas morales de las aulas.
Repetir aquí todo lo dicho en pro o en contra de la pena capital, sobre
la justicia o injusticia que envuelve, sobre el derecho que unos afirman tiene
la sociedad para imponerla y la negativa de otros, por qué ataca los principios
de la justicia universal y la felicidad de todas las asociaciones políticas
(Beccaria), esto, y más, sería caer en una redundancia inútil.
Apelando a la ley natural esta rechaza el homicidio, y no permite matar
a otro, sino en propia defensa. El deber de la propia conservación da el
derecho de quitar la vida al agresor. Que la sociedad debe proteger y defender
a los asociados, es incuestionable; pero matar para garantizar los ciudadanos
es una consecuencia falsa y monstruosa.
La sociedad no se venga, castiga después de madura reflexión. Para
castigar un crimen, comete otro más odioso y ejecutado en medio de la seguridad
y de la meditación, castigo que tiene todas las formas de la venganza. (En este apartado es preciso reflexionar
sobre la transformación de la concepción de la pena como castigo, sus fines
quedan establecidos en la Constitución de la República de El Salvador (1983),
artículo 27 inciso 3° que a la letra dice: “El Estado organizará los centros
penitenciarios con objeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formarles
hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de delitos”.)[1]
¡Lindo espectáculo el de llevar al patíbulo a un hombre para servir a la
ávida curiosidad de un populacho, entre báquicos cantares, para ir a presenciar
el último suspiro de un condenado!
¿No sería mejor, más conveniente que las penas fueran de carácter moral,
divisibles, remisibles, reparables, ejemplares, correctivas? La pena capital no
ejemplariza, ni moraliza, todo lo contrario. Ejemplo de enmienda no da, puesto
que es sabido que varios de los que presenciaron esas ejecuciones han caído más
tarde bajo la cuchilla de la Guillotina o perforado el pecho por las balas. Ese
cadáver que arrojáis a la fosa común os lega una familia sin pan ni hogar, una
viuda que se prostituye para vivir, hijos que roban para comer. Dumolard,
ladrón a los cinco años, era huérfano de un guillotinado. En 1894 fue ejecutado
en Melun un tal Mora, en la misma plaza, donde el año precedente había asistido
a una ruidosa ejecución capital. El temor de la muerte no fue para este joven bandido
un ejemplo que lo sustrajera de la comisión de sus terribles atentados. No es,
pues, justa, ni ejemplar la pena de muerte.
El doctor Cabral dice: «El freno más propio para prevenir el crimen no
es el espectáculo terrible pero momentáneo de la muerte de un malvado, sino el
ejemplo constante de un hombre privado de su libertad, que está, pagando con su
trabajo doloroso, el daño que ha causado.» Mas humanitario y digno de una
civilización avanzada es arrancar del patíbulo a un hombre que puede mejorarse,
acaso, ser un hombre útil por medio de la enseñanza, de los consejos de la
moral, del buen ejemplo; relegado en una penitenciaría, bajo un buen sistema de
corrección, de seguridad, de trabajo que lo estimule, que lo moralice,
decrecería la criminalidad y desaparecería el afrentoso espectáculo de los
cadalsos. Más de once naciones han abolido el patíbulo en sus constituciones, y
en nuestra América Central, Costa-Rica, se lleva la gloria de haberla suprimido
hace tiempo, sin que por eso sean comunes ahí los grandes crímenes; todo lo
contrario. En 1908, Mr. Guyot Dessaigne, Ministro de Justicia, propuso al
Parlamento francés un proyecto de abolición de la pena capital, reemplazándola por
una nueva pena: el internamiento perpetuo como en Italia (la Constitución prohíbe este tipo de penas); todo acompañado de
una documentación admirablemente completa; pero prevaleció el miedo de los legisladores
contra todos los argumentos de la razón, de la filosofía, del derecho. Así para
los sofistas, defensores del patíbulo, la defensa de la inviolabilidad de la
vida humana, es obra solo de los retóricos y filósofos, movimientos de
humanitarismos; pero ellos, los sofistas, abultan los crímenes, multiplican el
número de criminales, enloquecen a las masas con el espectáculo siniestro de
los crímenes, todo por conservar la última de las supersticiones penales del código,
resto de barbarie que lleva el espíritu de nuestras leyes.
La Psiquiatría ha abierto nuevos horizontes a la medicina legal, y los
médicos criminalistas por medio del estudio de las enfermedades mentales han
llegado a la conclusión, de que muchos grandes criminales no son más que enajenados
que pueden volverse a la vida normal por medio de un tratamiento adecuado. Mientras
llega el día en que nuestros legisladores concluyan con la pena de muerte,
iniciemos en la escuela ideas de moral, de religión, de nobleza de alma y
sanidad del corazón, de confraternidad y humanitarismo, de todas las virtudes
tutelares de la sociedad, que esos grandes elementos sean como los precursores
que, en día no lejano, contribuyan a establecer en la atmósfera social primero,
y después en el seno de las Asambleas, la ley redentora de la vida humana.
Es necesario
reflexionar sobre la concepción del Dr. Guzmán, sin embargo, en la actualidad
muchas de las consideraciones referidas se han transformado una y otra vez, a
través de las décadas. La crisis delincuencial que se vive en el momento actual
hace que algunos sectores se pronuncien a favor de la pena de muerte; ahora bien, sí es de imperiosa necesidad que se tomen medidas para proteger la vida de las personas; pues es obligación del Estado, tal como lo establece el artículo 2 de la Constitución (1983).
En conclusión, la vida debe protegerse.
En conclusión, la vida debe protegerse.