Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
Probablemente, el
pensamiento del Dr. Guzmán, parezca anticuado y hasta risible para nuestra
civilizada sociedad del siglo XXI; sin embargo, hagamos un esfuerzo por leer sus
palabras; tal vez encontremos el conocimiento que llevado a la práctica sea el
antídoto que nos permita salvar nuestro mundo. [1]
La familia no solo es un conjunto de personas que viven reunidas por el
azar de nacimiento, sino esa comunidad de almas, encargadas de hacer más
perfecta y útil la vida del hogar. El padre se afana por mantenerlo próspero y
atrayente; la madre cuida a cada instante de los pequeños, protege su debilidad
e inocencia, les inculca los primeros rudimentos del saber, vigila su conducta
más tarde, los lleva al templo para adorar a Dios e infundirles las verdades
religiosas; los vela en sus enfermedades con el más solícito cuidado; les
inculca lecciones de virtud, de dignidad, de justicia, de cordura y economía; los
consuela en sus penas y los acompaña en sus goces; y más tarde, ya más entrados
en la vida, coloca a los varones para que ganen su vida honradamente, y por el
matrimonio eleva a las hijas al rango de matronas para que den lustre a la sociedad.
¡Cuánta debe ser, pues, la
gratitud de los hijos hacia los autores de sus días por tantos desvelos y
sacrificios hechos por ellos! En todas las circunstancias de la vida deben considerarlos como los seres
más dignos y venerables, rodearlos de todas las consideraciones y respeto,
prodigarles todos los cuidados y consuelos en los días de desgracia o
enfermedad. La piedad ilustrada, esa que recuerda los dolores ajenos y
reflexiona sobre la obra santa de hacer el bien, nos está diciendo, que los primeros en nuestro corazón y en
nuestro espíritu deben ser nuestros padres; que debemos amarlos hasta el
sacrificio, que debemos engrandecer sus obras y su nombre, y que su memoria, si
brilla en la historia, debemos guardarla en el corazón como una dulce religión
que hemos de trasmitir a los demás.
Un hijo bien educado no debe emprender nada sin consultar con sus
padres, pues ellos, por las luces de la ciencia, por el conocimiento de los
hombres y de las costumbres, por su experiencia, están en aptitud sobrada de velar
por los intereses y felicidad de los hijos. Nuestro respeto y obediencia deben
ser profundos y esta última no debe tener límites sino los señalados por la
razón y la moral, pues la desobediencia, además de ser una falta grave, nos
traerá tarde o temprano los más amargos remordimientos y los más grandes
desengaños. Por la desobediencia desconocemos la autoridad paterna matando el
amor y el cariño, establecemos la rebeldía que anula todo lo santo y bueno que
debe existir en el hogar, damos entrada a la discordia que destroza la
solidaridad y el amor entre los hermanos, dándoles pésimo ejemplo de deslealtad,
aminorando ese celo que debe reinar en la familia para ayudarse mutuamente y
para que el hogar represente ese seno de concordia, que es el alma de todas las
buenas obras, la amplitud del amor y el deber.
Si el nombre, la persona o la memoria de nuestros padres son ya cosas
tan sagradas y estimables ante las cuales debemos quemar incienso; en grado
inferior, pero siempre digno y constante debemos tributar a nuestros mayores de
la familia, a nuestros caros abuelos, esos primeros eslabones del árbol genealógico
de la familia, nuestro respeto, amor y consideraciones. Tanto más, que la
veneración se impone hacia esos seres que van bajando los últimos peldaños de
la vida, hacia la noble y majestuosa vejez, esa que lleva cubierta la cabeza
con los rizos blancos de los años, que vive más la vida de ultratumba que la de los demás
mortales, y que nos revela un sentimiento natural e irresistible de respeto,
algo de sagrado que nos inspira la idea de la inmortalidad.
[1] Cursivas personales