Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
Nada hay que perfeccione más al hombre que ese sentimiento grandioso que
se llama amor. Nada hay que le santifique más, que el espíritu de caridad. Cuando
la aurora rasga su manto de luz y nos presenta un anciano enfermo, un débil
niño, un menesteroso cargado de andrajos y miseria, del fondo del firmamento parece
descender sobre ellos una hada encantadora coronada de estrellas, llena de
ingentes dones y de religioso silencio: es la caridad. Porque la caridad es luz
vivificante que hace evaporar las lágrimas del sufrimiento que suben al cielo
como mudo testimonio del dolor sobre la tierra, como una plegaria de los que
sufren trasmitida a Dios por la voz de los ángeles. En el orden de la
perfección la caridad es superior a la fe y a la esperanza, porque estas virtudes
no son más que las alas de la caridad, en la que brilla el pensamiento divino.
Por eso ha descendido del cielo para fortalecer el corazón del hombre y le ha
inspirado esos esfuerzos generosos que bajo la forma de fiestas mundanas, de
visitas domiciliarias, de asilos, hospicios y hospitales son el alivio poderoso
de nuestros semejantes. La caridad se abre paso a través de la tierra y llega
al dolorido seno de todos los pueblos como un océano luminoso, cuyas aguas
redentoras inundan de amor todos los corazones, consuelan y alivian las almas
desfallecidas, las esperanzas muertas, los estragos de la miseria.
Ella es mensajera divina que se acerca a todos, los que lloran y les
reparte esperanza y alegría; ella lleva las gracias que el Señor envía a los
tristes que moran en la tierra y conforta al moribundo que exhala sus últimos
suspiros; da de beber al sediento, de comer al hambriento, salud al enfermo,
ropa al desnudo, descanso al peregrino, libertad al preso, tumba al muerto, luz
al ignorante, fortaleza a la razón, correctivo a los errores, consejo al
ignorante, perdón a la injuria, y eleva a Dios por todos la plegaria. El que ejerce
este sublime sacerdocio, recoge en la tierra las bendiciones de los hombres, y
en el cielo, el amor de Dios, porque la caridad es la sublime identidad de Dios
con el alma de la humanidad.
Por eso brilla la caridad, como fúlgida estrella, sobre la frente de la
mujer piadosa; por eso nuestras madres, santas ya por su misión sobre la
tierra, están rodeadas por esa estela luminosa que dirige al virtuoso y le ata
al cielo con esa maravillosa cadena tendida sobre el curso infinito de los
siglos.
La limosna es una de las formas de la caridad y la oración en práctica.
Es el rédito de nuestro capital en el cielo, y, como decía el gran Fenelón, es
letra de cambio sobre la eternidad, que allá encontraremos pagadera a la vista.
El hombre siempre mira la mano con que da y da lo necesario; la mujer da lo
necesario y da también su corazón.
La solidaridad humana es una prueba evidente de que la virtud crece y se
desarrolla fecunda en el corazón humano. Gracias a ella se construyen
hospitales, hospicios, dispensarios y asilos en donde la beneficencia pública
asiste, cura y enseña a los desvalidos; la caridad privada reparte limosnas, vestidos,
medicinas, alimentos y practica visitas domiciliarias a los pobres; funda
sociedades de socorro. Sala-cunas, Gotas de leche que multiplican sus obras de misericordia
sin buscar gloria ni honores, sino la aspiración espontánea del corazón,
confortando a todos con su afecto inteligente y caritativo. Si la infancia está
protegida por los esfuerzos de la caridad, también ha dirigido su mirada hacia
la ancianidad provecta, enferma y desvalida, hospitalizando a los ancianos en
establecimientos cómodos e higiénicos, donde los viejos encuentran generoso
abrigo y sustento en las postrimerías de su tormentosa vida.