Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
La gloria es un sentimiento que nos eleva sobre el común de los mortales
por grandes dificultades vencidas, por el bien hecho a los hombres, por el
triunfo de la verdad, por la exaltación de la virtud. Esa gloria atribuida a
los hombres no es más que lo que llamamos celebridad, como la que han alcanzado
todos los grandes hombres de la historia.
La verdadera gloria sólo pertenece a Dios en el cielo, y en la tierra a
la virtud grande, heroica y bienhechora. Pertenece a los humildes que dejan
tras sí brillantes estelas de beneficios y virtudes; al Cristo que nació en un
pesebre y redimió al género humano, a un Vicente de Paul que recogió huérfanos
y fundó hospitales, a un Carlos Borromeo que asistió a los apestados de Milán,
a Colón que descubrió un nuevo Continente, a Watt y Stephenson que inventando
la máquina a vapor acercaron a todos los hombres y fusionaron las razas y las
civilizaciones, a Morse y Marconi que nos han dado la clave para hablar
instantáneamente con todos los pueblos.
El orgullo y la vanidad de la nobleza se timbran en sus blasones, pronto
comidos por la polilla, en los soberbios alcázares derrumbados por el huracán
de los siglos.
Vanidad, aquella palabra de Luis XIV: «El Estado soy yo»; de aquel poder
que después de memorables victorias acabó con los tesoros de la Francia y con
la sangre de sus hijos.
La vanidad es el vicio de las almas vulgares. Es un sentimiento que
simula cualidades que no se tienen; es el borrón de la belleza en las mujeres y
en el hombre el sello de la estulticie que lo lleva a entrometerse en las cosas
más serias y difíciles de la vida. El vanidoso en nada repara, ni en agraviar,
ni infamar honras, ni en desmerecer las buenas reputaciones, el decoro de la
virtud, el brillo del talento, las luces del sabio.
Por eso es que la modestia es una de las cualidades que más deben
recomendarse a los jóvenes, para que en ellos se afirme la sinceridad y la
rectitud que es el incentivo de todos los corazones grandes y nobles. Que en
sus almas resplandezca el candor y la sensibilidad alejando lo ficticio, que es
el velo que oculta la hipocresía y enardece la perfidia.
Verdad
es todo lo que se cree de todo corazón y con la luz del espíritu, con el apoyo
del consenso de la opinión ilustrada o por la naturaleza divina de las obras.
La veracidad es la honradez en acción y lo que da al hombre la grandeza de
carácter, la estimación y confianza de todos los que lo rodean. La mentira, por
el contrario, lleva careta frágil que cae al primer impulso de la verdad y
exhibe el rostro avergonzado del cobarde y el doblez de conducta del embustero.
El hombre mentiroso es vil y contagioso, y por eso huyen de él las gentes
honradas, esfinge: de dos caras que ya juega con la honra, como aparenta veracidad
en favor del calumniado. Mentir es el ambiente de los logreros, de los avaros,
de los ambiciosos de títulos, de prebendas, de dinero o de poder. Ser veraz, es
propio de los grandes caracteres, de los hombres honrados. Prisionero Régulo de
los cartagineses le enviaron a Roma para solicitar la paz, con la condición que
si ésta no se obtenía volviera a su cautiverio. Se presentó ante el Senado, y en
vez de pedir la paz sostuvo la guerra contra Cartago; se le aconsejó que no
volviera, alegando que no faltaría a su palabra, pues que el juramento que dio fue forzado; y romano de
aquellos tiempos volvió al poder de sus enemigos que lo hicieron morir en el
tormento.
Por eso, en todas las esferas de la vida, a pesar de las injusticias
humanas, a pesar de la predicación de los falsos, apóstoles, a pesar de las
iniquidades del despotismo, la verdad resplandecerá como sol de vida; y por la
verdad se ofrecieron en sublime holocausto los mártires del cristianismo, y por
la defensa de las verdades políticas y sociales perecieron los héroes en los
campos de batalla, y los filósofos en las mazmorras.
La mentira, esa «Reina del mundo», como la llama Calderón, engaña al
noble con la vanidad, al soberbio con, la grandeza, al pobre con voluntad y al
rico con alabanzas. El jesuita guayaquileño, Lupercio de Argensola, escribió con
mucha gracia:
Yo os quiero confesar, don Juan, primero,
que aquel blanco y carmín de doña Elvira
no tiene de ella más, si bien se mira,
que el haberle costado su dinero.
Y esta otra:
Mas ¿qué mucho que yo perdido ande
por un engaño tal, pues que sabemos
que nos engaña así naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos
Ni es cielo ni es azul.
La inmoralidad de la mentira procede, las más veces, de influencias
exteriores o del interés personal que disfraza la verdad, oculta el sentimiento
de lo real, y esos dos vicios son los que más pervierten el carácter y alejan de
los niños la veracidad y hacen de ellos seres falsos e hipócritas. Es por eso
que jamás se deben emplear medios violentos para obtener la verdad, ni recurrir
a los halagos, ni a los castigos, ni a la delación, que debe proscribirse, como
ya se dirá más abajo, porque con esos procederes no se hace más que avivar la
malicia y la astucia. No todos los grados de la mentira son acreedores al mismo
rigor; pero siempre debe apelarse a los sentimientos de dignidad y honor para
formar de los niños caracteres francos, leales y sinceros; y hágaseles
comprender que la mentira hace perder la confianza, que la confesión de las
faltas si no las excusa, disminuye su gravedad, que alejada la buena fe y la franqueza
el educando será siempre perjudicial e indigno. Por la mentira se falta a Dios,
se esteriliza el cariño de la familia, de la amistad, se mata la mutua
confianza. La mentira es el primer grado de la traición. Cubrir una falta con
una falsedad es como querer tapar una mancha con un agujero.