Dr. David J. Guzmán
Las necesidades y las pasiones humanas han sido siempre las
tendencias naturales que se originan en la organización física y moral; ellas
se desarrollan imperiosamente, ya con tendencias al bien, ya al mal, y llegan
según el estado de la razón individual a formar en el individuo una segunda
naturaleza, buena o mala según los móviles que la animan. Esta segunda
naturaleza son las costumbres que, encaminadas al bien y al sentimiento de la
moral, forman ley y hacen parte del espíritu de las instituciones políticas, de
la vida social y de la doméstica.
Las leyes de la sociología y de la historia general del derecho
contienen las pruebas de esta acción recíproca tan interesante para la vida de
las formas sociales, sus analogías y diferencias. Así, se confirma en todas
partes que donde se debilita la autoridad de las buenas costumbres, corresponde
una legislación viciada e inconexa; que si las instituciones domésticas
degeneran, en cambio imperan las atribuciones del Estado; a agrupaciones
domésticas más disciplinadas y solidarias corresponden atribuciones menos extensas
del Poder. Las costumbres tienen su eficiencia fisiológica en los actos y
movimientos que el cerebro les imprime y tiende a reproducir las impresiones
que ha experimentado, en fuerza de las acciones sensoriales; repeticiones que
forman una facultad adquirida por el organismo a fuerza de repetir los mismos
actos los que llegan a efectuarse espontáneamente, aun sin la voluntad
individual. Este hábito o costumbre bien dirigido y aplicado a las
circunstancias de la educación o a la vida material y moral del individuo,
puede ser fuente de bienestar para el individuo o para la familia, para el
Estado, una vez que las costumbres entran en la formación de las leyes, en la
constitución del estado social y en la felicidad doméstica. En todos los
períodos de la historia vemos la influencia de las costumbres tomar un marcado
ascendiente en la marcha de la civilización de los pueblos. Aquella afrentosa serie
de emperadores que dominaron en Roma fue la época más tenebrosa en que imperaba
la idea del goce bajo la forma de infamia, crimen y depravación, de la
extravagancia y de la sangre arrastrando en pos de sí las altas y bajas clases.
Los filósofos eran los únicos que sostenían la dignidad humana y el antiguo
esplendor del imperio, ya entonces en plena decadencia. Se vio al
ilustre Séneca, al poeta Lucano participar de los delitos de un Nerón elogiando
con sus versos los crímenes del tirano y el desenfreno y vicios del pueblo.
Había llegado ese pueblo romano a un alto grado de civilización y su historia
estaba llena con los más grandes hechos, contemplándose entonces sacrificios heroicos
como el de Atis y Mucio Escévola; pero el despotismo imperial y la corrupción
de aquella sociedad había culminado a tal grado que abrió el camino a la invasión
de los bárbaros, y con ellos la ruina del imperio.
Si abrimos los anales del imperio árabe (632-644) bajo la portentosa
dominación de los Califas, en aquella época en que dominaron las costumbres
austeras, la religión, la ciencia, las virtudes heroicas, ¡qué conquistas tan
extensas, qué elevación en las ciencias, en las artes, en monumentos prodigiosos
que aun desafían el curso de los siglos! Córdova, Sevilla, Granada, Samarcanda,
Bagdad, Alejandría, joyas de ese imperio, eran a la vez el concilio de los
sabios, el emporio de la filosofía, de las escuelas, bibliotecas, de la
enseñanza, cuyo precioso legado es hoy el florón más preciado de la ciencia
moderna. Y bajo esas mismas tendencias la Grecia con sus enseñanzas, sus
costumbres rígidas, su moral inflexible fue la cuna de héroes y sabios inmortalizados
a través de todas las generaciones. Bajo la dominación del paganismo Italia se
había sumido en los horrores de la depravación de las costumbres, hasta que surgieron
León X y Clemente VII, mecenas del genio cristiano que elevaron los
sentimientos, crearon las costumbres austeras, las virtudes cristianas
destinadas a renovar el espíritu humano por el esparcimiento del Evangelio
sobre el haz de la tierra.