Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
Para los pensadores contemporáneos la idea madre de la educación está en
iniciar al niño o adolescente en las primeras nociones del bien y advertirle las del mal; y siguiendo
las ideas de Sócrates en los conocimientos que procuran la salud del espíritu y
del cuerpo, la virtud y la fuerza que conducen a formar un hombre útil a los
demás. Para formar ese hombre es necesario infundir en la mente del niño la
idea salvadora del trabajo.
Hoy día el elemento económico forma la base del desenvolvimiento de las
fuerzas productoras; el capital asegura independencia, progreso general,
elevación de las actividades del espíritu, que en suma, capital y trabajo
llevan un ideal digno: el progreso y la felicidad de la patria.
Ya lo dijo Carlyle: sólo hay miseria donde no hay deseos de trabajar. Samuel
Smiles, el gran educador inglés, proclamó el trabajo individual como ley que
educa y dignifica a los hombres. Pues bien, para matar la pereza y la
ociosidad, genitoras de todos los vicios, necesario es apelar a la madre de
familia, que es la primera educadora en el seno del hogar (independientemente de las nuevas teorías); su influjo sobre el
tierno infante es decisivo, forma al futuro ciudadano y al futuro trabajador, iniciándolo
desde los albores de la vida en todas aquellas faenas útiles que despertarán en
él el deseo de avanzar, de contemplar sus propias obras, de incrustar el hábito
de estar ocupado, de servir de algo, hábito que con el tiempo le enseña a
apreciar lo útil. Por el contrario el ocio es costumbre viciosa que hace decaer
la voluntad, inutiliza el propio esfuerzo. Y esa falta de firmeza aleja al
hombre del estímulo y le abre anchas las puertas del vicio. Incumbe, pues, a
los educadores continuar en la escuela la obra meritoria de la madre. La
función hace al órgano y la ejecución de las labores graduales a que se debe
dedicar el niño; éstas son siempre gratas si se logra impresionarle sobre su
bondad y mérito, y no olvidará el camino durante el resto de su vida; queda en
él impresa la sensación de que emplear bien el tiempo, es utilidad y satisfacción,
es formar así el carácter y la voluntad que son los óbices en que naufragan los perezosos. El
desgraciado que vaga todo el día a la buenaventura, al azar del vicio, no es
más que el pesado gravamen, el deshonor de
la sociedad y de la familia, la pesadilla de todo el mundo, el
candidato obligado de las cárceles, el bochinchero de oficio, el estafador
constante, el vago ineludible que casi siempre se engolfa en el crimen, camino
del patíbulo.
Si la avaricia que no es más que el apetito desordenado de obtener
riquezas, es una de las trasgresiones del deber, es porque inferimos daño a
otro o privamos a la sociedad del beneficio de las riquezas adquiridas, si de
éstas se hace un estancamiento absoluto. La codicia sórdida es la que absorbe
bienes y dinero sin gastar nada en ellos, la que inmoviliza los resortes del
progreso, los legítimos goces del trabajo, la protección de la orfandad, la
negación de la caridad y de la limosna, la ruina de la verdadera economía. La
avaricia arrebata a otros lo que se niega a sí mismo y empaña así todo
sentimiento noble, todo esfuerzo generoso para evitar el más pequeño gasto,
como aquella rica dama que ordenó se la inhumase enteramente desnuda para
evitar el empleo de una camisa.
Prodigalidad es despilfarro, mal uso de lo que se tiene sin atender a
los más sagrados deberes. Así es que el pródigo roba a sus hijos la parte de
bienestar que les toca.
Beneficencia y magnanimidad no son amigas del pródigo, porque éste no
conoce el espíritu de caridad, ni los arranques nobles del corazón; bota el
dinero en los placeres, en los alardes del orgullo o de la vanidad, ignora lo
que es hacer el bien, su vida es atender a su persona, hacerse notar. El avaro
es el antípoda de todo progreso, de todo bienestar, porque su tendencia es
acumular monedas, como el pródigo tiene el vértigo de disipar lo propio y lo
ajeno.
El espíritu de economía nos hace sobrios alejándonos de ruines placeres
que aminoran la vida y el bolsillo, nos brinda aquellos goces que la sociedad
ha establecido como fórmulas indispensables de las buenas costumbres. Formar un
capital para los hijos es una satisfacción y un dulce deber. No son las
riquezas el único incentivo del trabajo y del amor, sino que ellas vienen a
aumentar los encantos de la vida y el bienestar de todas las clases sociales.