Moral práctica
Dr. David J. Guzmán
Los padres deben cuidar y atender desde la cuna la educación de los
hijos; de ahí se deducen los títulos de los padres que proceden de los
derechos y deberes que les señalan las leyes de la naturaleza y las
de las naciones. Pero, cuando por el pensamiento se evoca el personaje
maternal, irresistiblemente se graba en la mente el recuerdo de todos los
beneficios, el desprendimiento y abnegación que son inherentes a este nombre e inspiran
tal respeto que no se vacila un momento para acordarle todos los derechos a que es acreedora la
madre. Derechos que se inician desde la cuna del nuevo ser hasta que lo
educa progresivamente; actos importantes que por ley de lo creado le concede
igual parte a la del padre en la creación de su posteridad.
En la naturaleza moral es donde se revela en toda su plenitud y
esplendor este título de la maternidad. Ningún padre puede elevarse a la altura
de la madre en la ternura y abnegación; y sin desmerecer el afecto paternal que
existe muchas veces, en la madre nunca falta y es parte integrante de su vida.
Cuando un hijo muere, el padre llora, pero el tiempo desvanece este dolor; para
la madre es herida que no cura nunca. Ni el trascurso del tiempo, ni las desgracias
de la fortuna, ni las mayores calamidades harán olvidar a una madre las
desgracias del hijo. Así, pues, Dios ha asignado a la maternidad en esta parte
un papel tan preponderante que le da la supremacía en la familia.
Quedan al padre los deberes de orden económico y social que robustecen
su autoridad, todos los elementos de la vida exterior del hogar, el tacto y
poder para dirigir al hijo en las relaciones sociales, el poder de ampararle en
todos los trances, y sobre todo de procurarle una educación completa y
adecuada. Ambos títulos, paternidad y maternidad, se igualan, se ponderan
eficazmente para el mejor gobierno de la familia. La autoridad paterna no se
verá por esto disminuida, si ella se penetra de lo noble que es asociar su
esfuerzo al de su compañera para amar más al hijo, para realizar mejor las
esperanzas de su porvenir, para fortificarlo en sus deberes y sentimientos.
Deberes propios de
la maternidad.
El amor a la descendencia es el sentimiento más
puro y santo. No podía ser de otro modo, ni el hombre podrá desconocer el
eterno agradecimiento que debe a aquella mujer que lo alimentó con su propia
sangre. De allí ese amor sin límites hacia la madre que más tarde se convierte
en una dulce religión. Desde que nace el niño el amor al hijo ocupa todos los instantes
de la mujer: le procura los primeros cuidados aconsejados por la ciencia, le
viste, rodea su sueño de calma, le evita las influencias exteriores, y a poco,
le da su seno para alimentarle.
La lactancia natural, es decir, la leche de la
madre dada al niño es infinitamente preferible, porque es el alimento preparado
por la naturaleza para él y cuya composición se adapta a su nutrición mejor que
la de cualquier otro animal. La estadística comprueba que todos los niños
débiles alimentados con el biberón sucumben de inanición durante los primeros
tiempos; mientras que los alimentados al seno de la madre resisten
ventajosamente y pasan bien los días difíciles de la primera infancia. Para que
la lactancia sea más favorable es necesario atender a la buena salud de la
madre y a su alimentación sana, substancial y regulada, lo que dará una leche
de buena calidad, propia para alimentar al niño. Comenzada la lactancia natural
o artificial, se va, progresivamente, administrando al niño alimentos más
nutritivos en relación con: su edad; y una vez practicado el destete, con la
aparición de los dientes, se seleccionan alimentos más confortantes.
Los pulmones en esta época de la vida son de una grande actividad; la
respiración tiene más amplitud; la calorificación más intensa, y por tanto,
toda precaución respecto a los resfríos y corrientes de aire debe tenerse muy presente.
Aparecidos los dientes, suelen observarse, en algunos niños, varios accidentes
nerviosos que alteran la salud, cierta irritabilidad nerviosa, disturbios
gástricos, a veces convulsiones. En todos estos casos las medicinas caseras y,
en su defecto, la presencia del facultativo, es necesaria.
Deber de educar a
los hijos. Cuando el niño ha llegado a los 7 u 8 años es indispensable escoger
para él un buen preceptor a domicilio, si para ello hay recursos, o un colegio
de merecida reputación.
La indolencia de los padres, la tolerancia en todo con los niños que aún
a los doce y catorce años vagan por calles y plazas no reconocen límites; y
siempre, o casi siempre es la madre la causa de esas concesiones inconvenientes
que más tarde procuran tristes desengaños. Respecto a las niñas, es la
atmósfera de ocio en la que se las deja flotar, la causa del tedio y repulsión
a las ocupaciones.
Si en los albores de la infancia se hubiesen destruido los malos hábitos; si se hubiesen
corregido las pasiones desordenadas; si no se hubiesen prodigado mimos y consentimientos,
de seguro la obediencia, el respeto, la gratitud hubiera sido el ornato de sus
hijos. Pero no, (y que me perdonen las madres lo agrio y cierto de estas
verdades) se celebran hasta los chistes burdos y los deslices más descorteses,
disculpándolo todo con la edad, como si el niño no fuera como esas tiernas
plantas que desde que nacen se deben enderezar. La trivialidad marcha así a la par
de los malos propósitos, gracias a esas concesiones imprudentes de las madres,
que son para los niños las puertas abiertas a todos los caprichos y locuras.
Pésimo sistema que de seguro llevará más tarde la desgracia y el vilipendio a
la familia, teniendo en la casa la calamidad de los hijos malcriados y
consentidos.
La elección de un buen preceptor o preceptora es indispensable y no
fácil cosa entre nosotros. En manos del preceptor vamos a encomendar lo que
tiene de más caro el corazón: la ventura de los hijos, el buen nombre de la familia,
la formación de hombres útiles, propagadores de la verdad y del progreso. Ese
humilde preceptor que tantas veces pasa desapercibido es el que debe trasmitir
la verdad, el saber, la virtud, las buenas costumbres. El maestro es un santo y
paciente misionero que va por la inculta tierra de la inteligencia a la
redención de los espíritus.
Los padres deben ser ejemplos palpitantes de cultura y honradez, de
magnanimidad, de prudencia, de justicia. El hogar debe ser la escuela del
carácter. Preceptos y consejos deben traerse a cada instante, siguiendo la
forma objetiva, para excitar la impresionabilidad del niño y hacerlo respetuoso y obediente, cualquiera que sea el rango que ocupe en la sociedad.